Por SERGIO MONSALVO C.(RELATO)
Hoy lo asaltaron. No llevaba gran cosa consigo y
por eso le metieron dos balazos.
En el trayecto al hospital los camilleros de la
ambulancia le robaron la chamarra y los zapatos, dijeron que así lo
encontraron.
Al llegar al hospital entró en estado de coma.
Tenía una de las balas alojada en el cuello, imposible de ser sustraída por la
inflamación. Se desangró y murió. Todo fue en cuestión de minutos.
Este día también leí en el periódico que
capturaron al asesino de un periodista, un policía. Lo hicieron tras cinco años
después del hecho. El crimen y la política bajo acepciones comunes. Este mismo
día decidí conseguirme una pistola.
Una pistola a la cual tendré que considerar parte
de mí y no olvidarla bajo ninguna circunstancia. Cuestión de prioridades: tratar
de conservarme vivo. Llevar la pistola eternamente conmigo, tal como lo
hace un conocido, quien la carga hasta cuando va al supermercado o la
panadería: “Uno nunca sabe”, afirma. Otro motivo para que su mujer lo insulte
constantemente. Quizá un día termine usando el arma con ella.
Uno nunca sabe. A lo mejor también tendría que
hacer lo que un amigo, a quien sorprendí en la casa de su amante realizando
toda clase de ejercicios: pesas, costal, pera…”Preparado para cualquier cosa,
para enfrentar a cualquiera de esos animales”. Sin embargo, la pistola es más
contundente.
Hasta un tipo como mi vecino trae un arma en la
bolsa del saco. Él ‑‑tan recatado, tan temeroso de Dios y de su mujer– me ha
mostrado la navaja de 15 cm que salta presta cuando aprieta el botón del mango.
“He practicado para cortar la yugular”, dijo mientras acariciaba el filo.
Lo más probable es que yo no acaricie el arma, ni
la ponga sobre una mesa para admirar la culata adornada o el resplandor de su
cañón. No. Sólo quiero un arma que funcione, que haga lo que tenga que hacer.
Discreta como buena compañía. La conservaré en buen estado y siempre lista para
lo que se ofrezca. Matar o ser el muerto, he ahí el asunto. Apretar el
gatillo, sin vacilar.
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